En el año 1958, Hannah Arendt, que vivía entonces en EEUU, pronunció una conferencia en la ciudad alemana de Bremen sobre la crisis que atravesaba la educación norteamericana. Arendt alertaba del peligro de que esa crisis -que, a su entender, resultaba difícil de resolver debido a la cantidad de prejuicios políticos y pedagógicos que existían en el mundo de la educación- se extendiera como un virus y contaminara toda la educación occidental. El texto de aquella conferencia, “La crisis de la educación”, forma parte de una colección de ensayos sobre cuestiones políticas que se publicó por primera vez en 1961 en EEUU con el título Between Past and Future (“Entre el pasado y el futuro).

Pues bien, sesenta años después de aquella conferencia de Bremen, las palabras de Hannah Arendt se han convertido en una profecía. La crisis de la educación es hoy un tema de debate recurrente, tanto en los medios de comunicación como en el entorno de la política.

A finales de los años noventa del siglo pasado los países de la OCDE decidieron realizar una evaluación internacional que permitiera conocer el resultado de la educación obligatoria de sus distintos países miembros. Así fue como nació PISA, una evaluación con gran prestigio internacional que ha puesto de manifiesto lo que ya se había empezado a denunciar antes en algunos países europeos, que la llamada “democratización escolar” realizada en los años setenta y ochenta del siglo pasado está dejando demasiados alumnos sin los conocimientos y destrezas más elementales en lectura, escritura y aritmética y sin las competencias necesarias para incorporarse al mundo laboral.

Los gobiernos que en estos años han querido introducir reformas para mejorar la calidad de la enseñanza suelen coincidir a la hora de señalar las deficiencias del sistema: los escolares no aprenden bien a leer y a escribir, la enseñanza media, tal y como está concebida, es una mera prolongación de la primaria, la preparación de los alumnos para cursar estudios superiores es insuficiente, la formación profesional no es la adecuada para la inserción laboral o el ambiente escolar no es el idóneo para facilitar el aprendizaje. El problema grave es que, cuando un gobierno pretende cambiar lo que está funcionando mal, tropieza, una y otra vez, con esos dogmas igualitarios y pedagógicos sobre los que Hannah Arendt escribió hace más de medio siglo.

Una crisis puede servir para avanzar, para mejorar, para quitar lo que no funciona y reformar lo que se hace mal, pero cuando existen unos prejuicios que impiden llevar a cabo las reformas necesarias, como bien señalaba Arendt, entonces la crisis se convierte en un “desastre”. Parafraseando a la filósofa alemana, me atrevo a decir que si no se pone de una vez remedio a esta crisis internacional, la educación occidental se convertirá en un desastre.

Francia, un país que ha estado siempre orgulloso de su sistema de enseñanza, es un claro ejemplo de la gravedad de la situación. En los últimos quince o veinte años han proliferado las críticas de profesores, periodistas e intelectuales que denuncian las deficiencias del sistema educativo francés y añoran la excelencia de su antigua “escuela republicana”.  Se han escrito libros y constituido asociaciones de profesores que reclaman una formación intelectual más exigente y piden el abandono de los dogmas pedagógicos heredados de Mayo del 68. Dogmas que no son otros que aquellos que denunciaba Hannah Arendt ya en 1958.

Nicolas Sarkozy, cuando fue Presidente de la República Francesa, hizo grandes discursos sobre la necesidad de una reforma de la educación que permitiera recuperar la disciplina y el respeto en las aulas, mejorar el aprendizaje de los escolares e implantar una más sólida formación de los profesores. Pero, al parecer, fue mayor la energía desplegada en su oratoria que la utilizada por sus ministros de Educación para luchar contra la inercia, cuando no la mala voluntad, de ese establishment educativo tan poco favorable a las reformas, sobre todo cuando vienen de gobiernos de derechas.

Ahora, Emmanuel Macron, un presidente que viene de la izquierda pero que dice estar dispuesto a llevar a cabo las reformas que Francia necesita sin pararse a mirar si son de derechas o de izquierdas, vuelve a intentarlo. Ni el “pedagogismo” ni el “igualitarismo” deben impedir que se pongan en marcha las reformas necesarias para que los niños aprendan a leer bien, a escribir correctamente y a dominar las más elementales reglas de la aritmética, avanzó el Presidente de la República en sus declaraciones con motivo del inicio del curso escolar.

Para llevar a cabo su compromiso, Macron ha elegido como ministro de Educación Nacional a Jean-Michel Blanquer, un jurista que viene del Partido Republicano, que dice estar dispuesto a terminar de una vez por todas con la herencia de los soixante-huitards y que no está dispuesto a dejarse intimidar por quienes le tildan de conservador. “¡Si ser conservador –contestó hace unos meses a un periodista- es querer subir el nivel, si ser conservador es promover la cultura general, si ser conservador es proponer evaluaciones constructivas a los alumnos y a los docentes, entonces creo que el 95% de los franceses son conservadores!”.

Blanquer parece haber aprendido la lección del fracaso de los ministros anteriores que intentaron introducir sus reformas cambiando la legislación. De ahí sus declaraciones de que “no habrá una ley Blanquer”, y que la reforma se irá haciendo con pequeños pasos pero manteniendo siempre una buena dirección, aquella que conduce a una enseñanza de calidad.

El sistema francés es parecido al nuestro con algunas diferencias importantes. La enseñanza primaria tiene un curso menos que en España. A los 11 años, los niños comienzan la educación secundaria obligatoria, un ciclo de cuatro cursos que recibe el nombre de “collège” y que termina con un examen final llamado “brevet” que deben realizar todos los alumnos.

El bachillerato francés comprende tres cursos, uno más que nuestro bachillerato español, y tres modalidades: general, tecnológico y profesional. En cada uno de estas modalidades se ofrecen varias opciones. Para obtener el título de bachillerato es necesario aprobar el examen de Bac (baccalauréat). Todos los alumnos que aprueban el Bac tienen derecho a matricularse en cualquiera de las Universidades, a excepción de Medicina y de las Grandes Écoles que tienen sus propios sistemas de selección.

Con el lema “El niño debe aprender bien a leer, escribir, hacer cuentas y respetar al otro”, presentó Emmanuel Macron el pasado septiembre el proyecto de reforma escolar. Y para asegurarse de que se vaya a cumplir tan sensato objetivo, el ministro de Educación Nacional ha decidido desdoblar las clases del primer curso de Primaria en las escuelas de zonas de especial dificultad, implantar dos nuevas evaluaciones nacionales, una al comenzar la primaria, a los 6 años, y otra, a los 11 años, al comienzo de la secundaria.

Por otra parte, Blanquer, haciéndose eco de los maestros críticos con la pedagogía progresista, ha decidido poner fin al llamado “método global” de aprender a leer para que los maestros vuelvan al sistema silábico tradicional.

En cuando a la reforma de la etapa de enseñanza secundaria obligatoria, que, en Francia, como en España, tiene el mismo plan de estudios para todos los alumnos, el ministro es consciente de que es terreno minado. Un ministro de Sarkozy permitió que en el collège hubiera algunas secciones bilingües y algunos grupos en los que se estudiara latín y griego. Una ministra socialista del gobierno de Valls suprimió estas opciones porque, según ella, atentaban contra la equidad del sistema. Pues bien, Blanquer se ha limitado a volver a permitir los grupos bilingües, y el latín y el griego.

Son medidas aparentemente inocuas que ya han hecho sonar todas las alarmas. Se habla de la “contra-revolución” educativa del gobierno de Macron, cuando cualquier persona ajena al mundo de la educación diría que son pequeños cambios de un ministro sensato.

Mucho más complicado va a tener Macron su proyecto de reforma del acceso a la Universidad. Actualmente demasiados alumnos (cerca del 60%) acceden a la Universidad y luego se quedan por el camino sin terminar sus estudios. Como hay muchas carreras en las que la demanda de plazas es superior a la oferta, la asignación de Facultad se hace mediante un complicado algoritmo en el que cuentan más las cuestiones socio-culturales que los resultados académicos del aspirante. Para colmo, dicho algoritmo tiene previsto que, en caso de empate, se atribuya la carrera universitaria por sorteo.

Macron ha encargado a su Ministra de Enseñanza Superior, Frédérique Vidal, que presente una propuesta para que ya en el próximo octubre deje de funcionar el actual sistema. Vidal ha abierto un debate entre los rectores, ha creado un grupo de trabajo específico pero el asunto no acaba de estar zanjado. Y es que, se podrá orientar mejor a los alumnos de bachillerato para que elijan bien lo que van a estudiar, pero cuando hay más de un alumno por plaza, de alguna forma hay que hacer la selección. Y, en Francia, todos lo que tienen o han tenido algo que ver con la educación saben que, como dijo hace medio siglo Raymond Aron en su libro sobre Mayo del 68, “La révolution introuvable”, en el terreno educativo la palabra “selección” está maldita.

(Artículo publicado en la revista Actualidad económica el 24-1-2018)

(serie de tres artículos publicados en Red Floridablanca en octubre de 2016, http://www.redfloridablanca.es/category/autores/alicia-delibes/)

Los nihilistas rusos (I)

El término “nihilista” fue popularizado en Rusia con la novela Padres e hijos de Iván Turguénev (1818-1883), publicada en 1862. El protagonista de la novela, Bazárov, es un estudiante de medicina que se declara ateo racionalista. El autor lo describe como un tipo arrogante que se cree en posesión de la verdad y desprecia a sus semejantes, no conoce la compasión, se muestra escéptico ante el amor y tampoco confía en la amistad. Turguénev califica a Bazárov de “nihilista” porque es “una persona que no se doblega ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como un dogma de fe, por mucho respeto que ese principio infunda a su alrededor”.

La novela levantó gran polémica en su época. Turguénev no ocultaba cierta simpatía por esa nueva juventud dispuesta a poner patas arriba el mundo de sus mayores. Sus detractores le acusaron de oportunismo, de querer quedar bien con unos jóvenes que no mostraba el menor respeto por las ideas, costumbres y creencias en las que habían sido educados.

Un año más tarde, Nikolái Chernyshevski (1828-1889), escritor y filósofo revolucionario, publicó ¿Qué hacer? Los hombres nuevos. Esta novela, con mucho más contenido político, se convertiría en el evangelio de los jóvenes nihilistas rusos de la segunda mitad del siglo XIX.

El nihilismo supuso en la Rusia de la década de 1860 la bandera de enganche para jóvenes rusos de buena familia que buscaban “dar sentido a su vida” y trataban de encontrarlo en el rechazo de toda autoridad, la de los padres, la de la Iglesia y la del Estado. Luchaban contra lo que consideraban mentiras convencionales de la sociedad civilizada. La sinceridad absoluta era uno de sus distintivos. Eran “los hombres y mujeres nuevos” que Chernyshevski había descrito en su novela ¿Qué hacer?

De aquellas actitudes individuales de rebeldía surgió una organización clandestina, Tierra y Libertad, cuyo objetivo era la sublevación de los campesinos. Sus miembros, casi todos intelectuales e hijos de terratenientes, fueron llamados “populistas” por su estrategia de acercamiento y adaptación a la vida de los campesinos para impulsar la revolución contra el sistema opresor de los zares.

El 21 de noviembre de 1869, en un estanque de los alrededores de Moscú, fue hallado el cadáver de un estudiante de Agricultura. Tras recibir un disparo en la cabeza, había sido arrojado al agua con unas piedras atadas al cuello. La policía descubrió que el crimen había sido cometido por un grupo de cinco personas e instigado por un anarquista que se decía discípulo de Bakunin, Serguéi Necháyev.

El caso fue novelado por Dostoyevski en su obra Los demonios, publicada en 1872. Dostoyevski hace en la novela constantes referencias a los intelectuales que, como Turguénev o Chernyshevski, jalearon a los jóvenes nihilistas, sin ser conscientes de que alguno de ellos podía acabar convirtiéndose en un despiadado asesino. Necháyev está representado en la novela por un joven cruel y sin escrúpulos llamado Pyotr Stepanovich. Cuando el padre de Pyotr, Stepan, un intelectual de la primera generación de nihilistas seducidos por Chernyshevski, se entera de las intenciones demoníacas de su hijo busca en la novela ¿Qué hacer?, que “había hecho vibrar en otros tiempos su corazón”, argumentos que le permitan comprender el radicalismo de su hijo. Horrorizado, reconoce en la crueldad de éste y en su desprecio por todo signo de humanidad la idea que él mismo había contribuido a propalar, y exclama: “Fuimos los primeros en sembrarla, en cultivarla, en preparar el terreno (…) Pero ¡Dios Santo! ¡Qué manera de expresarla, de retorcerla, de mutilarla!”.

El mismo año en que apareció publicada Los demonios, Necháyev, que después de cometer su crimen había huido a Suiza por miedo a que le arrestaran, fue detenido en Zurich. Devuelto a Rusia, fue juzgado y condenado a veinte años de trabajos forzados. Murió en prisión diez años más tarde.

 

El primer partido marxista ruso (II)

El crimen de Necháyev desencadenó la persecución del movimiento Tierra y Libertad. A finales de la década de 1870 la organización estaba prácticamente desaparecida. De sus cenizas surgió el primer partido revolucionario ruso con el nombre de Voluntad del Pueblo. Sus miembros, que justificaban el uso revolucionario de la violencia, cometieron varios atentados contra la vida del zar Alejandro II, el cual, finalmente, moriría asesinado en 1881.

En 1883, un antiguo militante de Tierra y Libertad, Gueorgui Plejánov, como reacción al terrorismo desatado por los militantes de Voluntad del Pueblo, decidió fundar un grupo marxista revolucionario que descartara la violencia como estrategia política. La nueva organización, con el nombre de Grupo para la Emancipación del Trabajo, debía dedicarse, fundamentalmente, al estudio de la obra de Marx y su posible aplicación en la sociedad rusa.

Por aquel entonces Vladímir Ilich Uliánov (alias Lenin) era un disciplinado alumno de bachillerato y vivía absolutamente ajeno a la política. Su vida empezó a cambiar con la repentina muerte, en 1886, de su padre, que había llegado a ser un alto funcionario del Estado. Su hermano mayor Aleksandr, que había terminado brillantemente su bachiller, entró en contacto con un grupo de estudiantes de la Universidad de San Petersburgo relacionados con la organización Voluntad del Pueblo. El grupo planeaba cometer un atentado contra el zar Alejandro III. El complot fue descubierto y Aleksandr y sus camaradas fueron detenidos. En mayo de 1887, mientras Lenin preparaba sus exámenes finales de bachillerato, Aleksandr fue condenado a muerte y ejecutado. Un año más tarde Lenin ingresaba en la Universidad de Kazán para estudiar Derecho.

Hasta entonces la única formación política del joven Lenin venía de la lectura de la novela ¿Qué hacer? de Chernyshevski. Al llegar a la Universidad, influido sin duda por la biografía de su hermano mayor, Lenin se acercó a los compañeros ideológicamente más cercanos a Voluntad del Pueblo. Acusado de activismo político, fue expulsado de la Universidad antes de terminar el primer curso. A partir de entonces, como solo le permitían presentarse a los exámenes finales, se vio obligado a estudiar por libre. Licenciado en 1892, Lenin optó por dedicarse al ejercicio de la abogacía en Moscú y San Petersburgo, como defensor de obreros y campesinos.

En 1895 Lenin viajó a Europa primera vez. Su objetivo era entrar en contacto con Plejánov, que vivía en Suiza, y con el Grupo para la Emancipación del Trabajo. De vuelta a Rusia organizó la Unión de Lucha para la Emancipación de la Clase Obrera, que duró pocos meses porque enseguida fue desarticulada y sus dirigentes detenidos. Tras sufrir un año de prisión, Lenin fue deportado a Siberia.

 

¿Qué hacer? (III)

Lenin cumplía condena en Siberia cuando, en marzo de 1898, se celebró en la ciudad bielorrusa de Minsk el primer congreso del Partido Obrero Social Demócrata Ruso (POSDR). Ante la diversidad ideológica que se había puesto de manifiesto en las reuniones de aquel congreso, Lenin concibió la idea de crear un periódico que fuera el órgano de transmisión del auténtico pensamiento socialista revolucionario ruso (es decir, del suyo) y que unificara los distintos grupos constituidos en otros países europeos.

En enero de 1900, liberado de su condena, Lenin abandonó Rusia para unirse a Plejánov y los exiliados rusos en Europa. Llevaba consigo el primer número del periódico que se llamaría, Iskra (“La Chispa”), por el lema de “A partir de una chispa el fuego se reavivará”). La publicación de este primer número se realizó en Leipzig antes de finalizar el año. El objetivo de la revista era lograr la unificación de las organizaciones socialdemócratas en el extranjero. A Lenin le preocupaba, sobre todo, la tendencia “economista” de algunos dirigentes. Los llamados “economistas” defendían la supeditación de la lucha política del proletariado a la lucha económica (de ahí su nombre) lo que, en la práctica, significaba la aceptación de la representación sindical y la participación en el juego democrático de los países occidentales. Para Lenin era necesario acabar con esa tendencia “oportunista” que podía minar el espíritu revolucionario del partido.

Como la revista apenas tuvo trascendencia entre los socialistas rusos, para frenar definitivamente el peligroso avance de esta tendencia “desviacionista” del recién nacido POSDR, Lenin decidió escribir un largo panfleto, ¿Qué hacer?

Qué hacer, se pregunta Lenin, para evitar las tentaciones burocráticas y pequeñoburguesas de algunos dirigentes socialdemócratas. Qué hacer para extender la conciencia política y revolucionaria a amplios sectores de la población. Qué hacer para crear un partido fuerte que dé respuesta a las inquietudes revolucionarias cada vez más extendidas en la sociedad rusa. Qué hacer para extenderse sin traicionar el espíritu revolucionario del movimiento. No puede haber términos medios, advertía Lenin a los desviacionistas. La ideología o es burguesa o es socialista, y “todo lo que sea rebajar la ideología socialista, todo lo que sea alejarse de ella equivale a fortalecer la ideología burguesa”.

La organización del partido que proponía Lenin debía basarse en un único principio, “el de la más severa discreción conspirativa, la más rigurosa selección de afiliados y la preparación de revolucionarios profesionales. Si se cuenta con estas cualidades está asegurado algo mucho más importante que el ‘democratismo’, a saber: la plena y fraternal confianza mutua entre los revolucionarios”.

Los afiliados a una organización así “no tienen tiempo para pensar en formas pueriles de democracia, (…) sabiendo por experiencia que una organización de verdaderos revolucionarios no se parará en nada para librarse de un miembro indigno”.

Las propuestas de Lenin para extender el partido a todas las capas sociales y evitar que se cayera en el aburguesamiento eran la propaganda, la agitación, las denuncias y las depuraciones.

En 1903 se celebraría, en Bruselas y Londres, el III Congreso del POSDR. El empeño de Lenin por imponer su doctrina iba a provocar la escisión del partido en dos facciones, la de los bolcheviques, seguidores de Lenin, y la de los mencheviques que se oponían a su estrategia. Desde entonces Lenin vivió en el exilio casi ininterrumpidamente hasta que, en abril de 1917, llegó a la estación Finlandia de Petrogrado (hoy San Petesburgo) en aquel famoso tren blindado que salió de Ginebra y atravesó, en plena guerra, toda Alemania. En febrero había estallado en Rusia la Revolución que obligó al zar a abdicar y constituir un Gobierno provisional. En octubre el partido bolchevique dirigido por Lenin se levantó contra ese Gobierno y se hizo con el control absoluto del poder.

El escritor ucraniano Vasili Grossman (1905-1964), en su obra póstuma Todo fluye, acusaba a Lenin de haber sido el fundador del Estado totalitario y liberticida que más tarde construyó Stalin. Para Grossman, Lenin no tomó el camino de la Revolución por amor a la humanidad, ni por el deseo de acabar con la miseria y la explotación de los campesinos, ni tampoco lo hizo porque creyera en la verdad del marxismo o en la justicia socialista, su único objetivo fue siempre alcanzar el poder, y, para ello, “inmoló, mató lo más sagrado que Rusia poseía: la libertad”.

¿Puede el fin de la escuela volver a ser la transmisión de conocimientos?

Mi nuevo artículo, escrito a partir de «Les déshérités», una vez más en Libertad Digital:

http://m.libertaddigital.com/opinion/alicia-delibes/los-desheredados-78767/

 

La táctica del salami, o cómo pasito a pasito, rodaja a rodaja, Podemos pretende «construir pueblo».

Mi nuevo artículo en Libertad Digital:

http://m.libertaddigital.com/opinion/alicia-delibes/la-tactica-del-salami-construyendo-pueblo-78454/

 

 

La rebelión de la Pulgarcita, mi artículo publicado el 05 de enero de 2016 en Libertad Digital, accesible en el siguiente enlace:

http://www.libertaddigital.com/opinion/alicia-delibes/la-rebelion-de-pulgarcita-rita-maestre-77756/

 

 

(Publicado el 12 de diciembre de 2015 en Libertad Digital (http://www.libertaddigital.com/cultura/libros/2015-12-12/alicia-delibes-ayaan-hirsi-ali-y-los-atentados-de-paris-77535/))

El 2 de noviembre de 2004, Mohamed Bouyeri, un holandés de origen marroquí de 26 años, asesinó en plena calle de Amsterdam al cineasta Theo van Gogh. Sobre su cuerpo, pinchada con un cuchillo, el asesino había dejado una carta con una condena a muerte para Ayaan Hirsi Ali. La entonces diputada holandesa había colaborado con el cineasta en la producción de la película Sumisión, con la que se quería denunciar el origen religioso de la violencia y del maltrato que sufren las mujeres musulmanas.

Ayaan Hirsi Ali, nacida en Somalia, había llegado a Holanda en 1992 huyendo de un matrimonio de conveniencia, arreglado por su padre, con un lejano pariente que vivía en Canadá. Entró como refugiada política y, tras licenciarse en Ciencias Políticas, empezó a colaborar, primero, con el Partido Socialdemócrata (PvdA) y, más tarde, con el Partido Liberal (VVD). En 2003 fue elegida diputada al Parlamento holandés con este partido. Desde su escaño se distinguió por su encendida defensa de los derechos de las mujeres musulmanas y sus críticas al multiculturalismo que, en su opinión, lejos de facilitar la integración de los musulmanes, como pretendían hacer creer los socialistas holandeses, les animaba a mantener en sus guetos sus costumbres ancestrales, aunque estuvieran en contradicción con las leyes del país.

La fatwa publicada por los asesinos de Theo van Gogh animó aún más a Hirsi Ali a seguir luchando por los derechos de las mujeres musulmanas, por los valores occidentales y por la libertad. “Después de la muerte de Theo van Gogh, escribía en su libro Yo acuso, estoy más convencida que nunca de que debo hablar y ejercer la crítica a mi manera”.

Sin embargo, esa combatividad de la diputada de origen somalí pronto se convertiría en un problema para las autoridades holandesas. En la primavera del 2006 el Ministerio de Justicia le comunicó que su nacionalidad holandesa quedaba anulada. La razón técnica era que los datos personales dados para obtener la nacionalidad no eran correctos y que, cuando, en 1992, solicitó el asilo político, había faltado a la verdad. La razón real, probablemente, fueron las presiones recibidas por aquellos, entre los que se encontraban políticos de su propio partido, a los que tanta beligerancia e independencia de criterio les resultaba incómoda. De hecho, sus vecinos habían pedido al gobierno en repetidas ocasiones que fuera desalojada de la vivienda que ocupaba, ya que su presencia les causaba inseguridad. Ayaan perdió la nacionalidad holandesa y, con ello, su acta de diputada.

Poco tiempo después, y tras desatarse una importante tormenta política, la nacionalidad le fue restituida. Pero, para entonces, Hirsi Ali ya había decidido emprender una nueva vida en Norteamérica. Más tarde contaría que de aquella historia había aprendido que la política, incluso en las democracias liberales, puede, a veces, ser un juego sucio de clanes contra clanes, de partidos contra partidos o de un candidato contra otro.

Desde entonces, Ayaan Hirsi Ali vive en Estados Unidos. Casada con el historiador británico Niall Ferguson, escribe, da conferencias y participa en cuantos foros reclaman su presencia. Ha creado una fundación (AIAF) para la defensa de los derechos de las mujeres musulmanas. En su lucha por la democratización del mundo musulmán, Hirsi Ali confía más en el poder de las ideas que en el de las armas. Cree en la necesidad de mantener un combate ideológico constante, abierto y decidido en la defensa de los principios liberales y de los valores de la cultura occidental. Exige cambios profundos en la práctica del islam, pero también pide a quienes hemos tenido la suerte de nacer en un mundo libre que defendamos nuestros valores culturales, nuestras creencias religiosas y nuestros principios políticos con convicción.

Hirsi Ali provoca conflictos allá donde va. Despierta grandes odios, no solo entre los islamistas, sino también entre intelectuales y políticos occidentales que no están de acuerdo con su “radicalidad”. Pero ella, ahora que se ha organizado la vida en un mundo donde existe la libertad de expresión, no está dispuesta a dejar de decir lo que piensa. En su libro Infidel (editado en España con el título Mi vida mi libertad), explicaba con toda claridad esta actitud: “Algunos me preguntan si albergo algún deseo de morir por decir lo que digo. La respuesta es que no: me gustaría seguir viviendo. Sin embargo, hay cosas que es necesario decir, y hay épocas en que el silencio es cómplice de la injusticia”.

El pasado 15 de noviembre, en The Wall Street Journal, Ayaan Hirsi Ali publicaba un artículo sobre el último ataque terrorista cometido por el Daesh en París. En él, la controvertida escritora ofrece tres propuestas de acción política a los líderes europeos, necesarias, según ella, para que la lucha contra la yihad islamista resulte eficaz.

En primer lugar, escribe Hirsi Ali, Europa debería “aprender de Israel” en lugar de satanizarle. Desde su nacimiento como Estado, Israel está combatiendo el terrorismo y tiene, por ello, los mejores expertos del mundo en la lucha contra el terror.

Un segundo paso sería “prepararse para dar una larga batalla de ideas”. La escritora somalí anima a los gobiernos europeos a hacer proselitismo de sus valores democráticos y principios liberales en el interior de las comunidades musulmanas. Con ello podrían contrarrestar el poder de la propaganda fundamentalista que les llega a estas a través de las escuelas, mezquitas y redes sociales.

Y como un tercer paso, Hirsi Ali indica que los europeos deben diseñar una nueva política de inmigración, que permita la entrada de inmigrantes “sólo si se han comprometido a adoptar los valores europeos y a rechazar la política islamista que los hace vulnerables a los cantos de sirena del Califato”.

Tres ideas que marcan una dirección opuesta a la que hasta ahora se ha seguido en Europa, sobre todo en aquellos asuntos que tienen que ver con la integración de la población musulmana, y que, como la propia ex diputada holandesa indica, exigirían un profundo cambio de mentalidad en los líderes políticos.

Desde que, en marzo de 2005, tuve la suerte de conocer a Ayaan Hirsi Ali cuando vino a Madrid para recoger, de manos de Esperanza Aguirre, el Premio a la Tolerancia que le había concedido la Comunidad, he sentido por ella una enorme simpatía y admiración. Resultan emocionantes su ferviente defensa de los valores occidentales, su pasión por la libertad, su confianza en que el islam pueda un día tener su Voltaire, su Locke, su Stuart Mill. Cuando la escuché hablar por primera vez me quedé impresionada por la forma tan clara, sencilla y directa con la que defendía sus puntos de vista, a sabiendas de que resultaban tremendamente incorrectos desde el punto de vista político.

Probablemente Ayaan Hirsi Ali sabe que confiar en que los líderes europeos den un giro de ciento ochenta grados en la política de inmigración o en que hagan proselitismo de sus valores democráticos y liberales en escuelas y mezquitas es, a estas alturas, mucho más que una utopía. Sin embargo, estoy segura de que no por eso dejará de decir lo que cree que hay que decir. Para eso, debe pensar la escritora somalí, decidió un día organizar su vida en un país que respeta la libertad de expresión. Y eso es lo que deberíamos aprender de ella porque hay épocas, y sin duda esta lo es, en las que, como dijo Ayaan Hirsi Ali, el silencio es cómplice de la injusticia.

(Publicado el 23 de noviembre de 2015 en Red Floridablanca (http://www.redfloridablanca.es/antimarxismo-karlpopper/) )

El pasado 26 de octubre, en su columna del diario ABC, el periodista Luis Ventoso comparaba la actitud de Rajoy ante la amenaza separatista de Arthur Mas con la que mantuvo Karl Popper en su encuentro, o más bien desencuentro, con Ludwig Wittgenstein en la Universidad de Cambridge a principios del curso 1946-1947.

Muchos años después, el propio Popper contaba lo sucedido en su autobiografía, Búsqueda sin término (Unended Quest). Había sido invitado por el secretario del Moral Sciences Club de Cambridge para hablar sobre el oficio del filósofo. El tema escogido era “¿Existen problemas filosóficos?”. Popper sabía que con ese título la discusión con Wittgenstein estaba asegurada pero no creía que terminara como lo hizo.

Según su propia versión, Popper, en un momento dado, planteó la cuestión de la validez de las normas morales y Wittgenstein, que jugaba “nerviosamente” con el atizador de la chimenea, le “lanzó un desafío: “pon un ejemplo de norma moral”, a lo que, mostrando un mayor dominio de la situación, Popper respondió: “No amenaces a los conferenciantes con los atizadores”. El impulsivo Wittgenstein abandonó la sala dando un portazo”.

Aunque me pareció un tanto traída por los pelos la anécdota del atizador para defender la actitud de Rajoy contra quienes le han acusado de no haber hecho nada ante la difícil situación en la que los nacionalistas y la izquierda catalana han colocado a los catalanes y a todos los españoles, me alegró que, en unos momento en que toda referencia al liberalismo o a intelectuales de pensamiento liberal parece estar tácitamente prohibida, Luís Ventoso hubiera querido desenterrar la figura de Popper.

Karl Popper vino al mundo el 28 de julio de 1902 en la ciudad de Viena, en el seno de una familia de origen judío especialmente cultivada. Karl heredó de su padre, abogado, el gusto por la lectura y el interés intelectual, y de su madre una gran afición por la música.

Al estallar la Primera Guerra Mundial Karl Popper acaba de cumplir doce años. Para él, los recuerdos de la Gran Guerra estuvieron siempre unidos al final de su niñez y a sus estudios de secundaria. Al finalizar la Guerra decidió dar por terminado su bachillerato y matricularse como oyente en la Universidad de Viena, una costumbre que entonces era allí habitual y que permitió a muchos jóvenes vieneses adquirir, por propio interés, una amplia y variada cultura.

La posguerra en Austria, y especialmente en Viena, fue una época de escasez, de inflación y de desórdenes. “El mundo en que yo había crecido –escribe Popper- había quedado destruido; y comenzó entonces un periodo de guerra civil caliente y fría, que acabó con la invasión de Austria por Hitler y condujo a la Segunda Guerra Mundial.”

Popper, que había pertenecido a la asociación socialista de alumnos de secundaria, en 1919 fue cautivado por la propaganda de los comunistas que entonces se declaraban pacifistas y contrarios a todo tipo de violencia. Un incidente ocurrido en Viena puso fin a una militancia que duró poco más de tres meses pero que le marcaría para toda su vida. Un grupo de camaradas comunistas había movilizado a jóvenes estudiantes y obreros socialistas para que asaltaran la comisaria y así liberar a unos compañeros del Partido que habían sido detenidos. Varios jóvenes resultaron muertos, “yo estaba horrorizado de la brutalidad de la policía, pero también de mí mismo porque sentía que, como marxista, compartía parte de la responsabilidad por la tragedia”.

A Popper les escandalizaba que sus camaradas comunistas, que no habían dudado en movilizar a unos jóvenes aún a sabiendas de que la policía podría responder haciendo uso de las armas, justificaran su actitud siguiendo la tesis marxista de que el capitalismo exige muchas más víctimas que cualquier revolución socialista. Predicaban la paz pero no tenían ningún escrúpulo en servirse de la violencia.

El comunismo prometía instaurar un mundo mejor y, por un mundo mejor, era por lo que el joven austríaco luchaba. Las contradicciones que ahora descubría en el marxismo podrían explicarse si lograba refutar el valor científico de esa pretendida ciencia. Así fue cómo a los 17 años Popper era ya un antimarxista racional. “Me había percatado del carácter dogmático de su credo y de su increíble arrogancia intelectual”. Su tarea intelectual se concentró, a partir de entonces, en desmontar racionalmente las teorías marxistas.

Durante diecisiete años estudió y escribió sus conclusiones pero sin ánimo de publicar porque en aquellos años, en Austria, “el anti-marxismo era una cosa peor que el marxismo: dado que los socialdemócratas eran marxistas, el anti-marxismo era casi identificado con los movimientos autoritarios que más tarde fueron denominados fascistas”.

A pesar de ser un antimarxista convencido Popper, durante varios años, se siguió considerando socialista. Llevar una vida en libertad en una sociedad igualitaria le parecía el sueño ideal: “Me costó cierto tiempo reconocer que eso no es más que un bello sueño; que la libertad es más importante que la igualdad; que el intento de realizar la igualdad pone en peligro la libertad, ni siquiera puede haber igualdad entre los que no son libres.”

Tras aprobar el examen de madurez (Matura), permaneció en la Universidad de Viena estudiando matemáticas, física y filosofía. En 1925 fue admitido en Instituto Pedagógico, creado con el fin de realizar la reforma de la educación austriaca. Allí conoció a la que fue la única mujer de su vida, Josefine Anna Henninger. En 1930 comenzó a trabajar como profesor de matemáticas y física en la escuela secundaria y a frecuentar el Círculo de Viena.

En marzo de 1937, un año antes de la ocupación de Austria por Hitler, aceptó una oferta para impartir clases en Nueva Zelanda. Allí, a pesar de que el trabajo le ocupaba casi todo el día, puso en marcha su gran obra La sociedad abierta y sus enemigos, que vería la luz en Inglaterra, gracias a la ayuda Hayek, y después de muchísimas horas de trabajo: “Reescribí el libro 22 veces, tratando siempre de que fuera más claro y más sencillo y mi esposa mecanografió y volvió a mecanografiar el original completo cinco veces en una vieja máquina de escribir”. Platón, Hegel y Marx han sido para Popper los grandes enemigos de la sociedad abierta.

En 1945, junto con la publicación del libro, le llegó el ofrecimiento de Hayek para ocupar un puesto en la London School of Economics. Popper pasaría en Inglaterra el resto de su vida dedicado al estudio, a la escritura y a la enseñanza. Murió en Londres el 17 de septiembre de 1994.

Fueron muchas las disciplinas que interesaron a Popper: las matemáticas, la física, la filosofía, la psicología, la sociología y también la economía. Como John Stuart Mill, Popper era un convencido de que la discusión intelectual, la diversidad de opiniones libremente expresada, es la base del progreso individual y social. Discusiones que mantuvo con los mejores talentos de su época y que, según él mismo cuenta, le sirvieron para contrastar y enriquecer sus propias teorías.

En agosto de 1991, Pedro Schwartz organizó en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander un encuentro de liberales españoles con Karl Popper. A este encuentro hace referencia Carlos Rodríguez Braun en su prólogo a un libro, El Método Podemos. Marketing marxista para partidos no marxistas, publicado poco antes de las elecciones autonómicas y municipales de 2015.

Cuenta Rodríguez Braun que, en un momento dado, se planteó el tema de la verdad en política y Vargas Llosa preguntó a Popper si habría sido lícito mentir para ganar las elecciones a Fujimori. El filósofo austríaco, que les había contado cómo él había dejado de ser comunista cuando comprendió que la mentira era para el comunismo un instrumento político, respondió: “En ningún caso se puede mentir para ganar elecciones”.

Desde aquel 25 de mayo de 2014 en el que, para sorpresa de casi todos los españoles, un partido prácticamente desconocido, Podemos, era votado por 1.245.948 personas y conseguía cinco escaños en el Parlamento Europeo, la situación política se ha convertido en uno de los problemas que más preocupa a los españoles.

El marxismo, que se daba por muerto con la caída del Muro de Berlín, ha resurgido con una fuerza de persuasión inusitada para una sociedad occidental moderna y desarrollada como la española. Los dirigentes de Podemos, que venían predicando el pensamiento de Marx desde hace tiempo a sus alumnos universitarios, tras las manifestaciones del 15M de 2011, decidieron dar el salto a la política. Su estrategia ha sido la reunir pequeños partidos y colectivos con mensajes políticos diferentes pero con ciertos factores comunes: todos dicen ser anticapitalistas, sentirse indignados con la corrupción de “la casta”, estar en contra de la austeridad en el gasto público y querer una nueva forma de democracia.

Los líderes de Podemos, en sus discursos, disfrazan su ideología de racionalidad y de buenismo pero basta con rascar un poco para descubrir el carácter totalitario de su proyecto social. No pretenden reformar las instituciones para mejorar nuestra democracia, lo que quieren es destruirlas, lo que quieren es una revolución social. Presumen de haber bebido en las ideas del comunista italiano Antoni Gramsci y no ocultan que el nuevo orden social al que aspiran pasa por asaltar las instituciones para, una vez dentro, como predicaba Gramsci, hacer del marxismo la ideología dominante de nuestra sociedad.

Este objetivo suena tan alejado de la realidad que la mayoría de la gente se niega a creerlo. Tampoco lo creían los venezolanos y de un día para otro se encontraron con Hugo Chávez en el poder. Tampoco lo creían los alemanes y Hitler se convirtió democráticamente en el canciller de Alemania. Cuando en 1935 Popper visitó Inglaterra se quedó extrañado de que los ingleses no se dieran cuenta de lo que Hitler realmente representaba. Más tarde, y durante muchos años, los comunistas occidentales se negaron a aceptar la realidad del régimen estalinista.

Para Popper el uso de la mentira nunca podía estar justificado en política y por eso dedicó gran parte de su vida a descubrir las falacias del marxismo. Creía en el poder de las ideas y de la palabra. Su obra puede ofrecer hoy argumentos para rebatir y desmontar las trampas que esconden los discursos populistas de los nuevos marxistas de Podemos.

En el prólogo del libro El Método Podemos, Carlos Rodríguez Braun ponía en duda que con la verdad se pudieran ganar unas elecciones. Si eso fuera cierto, si un político ha de decir lo contrario de lo que piensa para que la gente le vote, si la gente (o sea, la mayoría de los electores) prefiere que la engañen antes que afrontar la realidad, entonces es más necesario que nunca hacer política diciendo siempre la verdad, y eso solo puede hacerse cuando se tienen claros los principios y se está armado intelectualmente para defenderlos.

«Batasuna, con otros nombres, hoy tiene entre Navarra y el País Vasco 1.192 concejales defendiendo un proyecto político por el que ha estado 50 años matando».
Con estas palabras, pronunciadas con claridad y voz bien alta, María San Gil presentó el pasado jueves 8 de octubre en el Casino de Madrid a José Antonio Ortega Lara, el funcionario de prisiones burgalés que el 17 de enero de 1996 fue secuestrado por ETA y encerrado en un zulo en el que apenas podía extender los brazos, hasta que, milagrosamente, 532 días después, y tras muchos meses de búsqueda, un guardia civil localizó la que estaba a punto de ser su tumba.
La sala del Casino estaba completamente llena, los laterales totalmente ocupados por gente que tuvo que permanecer de pie durante toda la conferencia. Había más de 300 personas, muchas más de las que reuniría un partido político actual si no movilizara a sus militantes y se limitara a hacer una convocatoria libre.
La Fundación Villacisneros, organizadora del encuentro, no había pedido a Ortega Lara que relatara su trágica experiencia, querían que disertara sobre “El valor de la ejemplaridad”, lo que hizo que algunos asistentes manifestaran al salir cierto disgusto pues esperaban escuchar, una vez más, el relato de una vida que hubiera sido destrozada para siempre por unos terroristas políticos si no fuera porque el hombre que secuestraron es la persona con principios más firmes y convicciones más arraigadas al que he escuchado yo en mi vida.
Y de eso sí que habló Ortega Lara, de sus convicciones morales, de lo que, para él, son actitudes ejemplares. Y las fue desgranando, una a una, ante un auditorio que guardaba un silencio sepulcral.
“No es ejemplar que aparquemos a nuestros mayores en residencias porque suponen para nosotros una carga excesiva”.
“No es ejemplar que depositemos toda la responsabilidad de la educación de nuestros hijos en el Estado, porque éste, en vez de educarlos, los adoctrina”.
«No es ejemplar que los medios de comunicación y la sociedad se escandalicen por el sacrificio de un perro o la muerte de un toro en la plaza y acepten sin cuestionar los más de 100.000 abortos al año en España”
Tampoco es ejemplar “decidir sobre la vida y la muerte de otra persona bajo el eufemismo de muerte digna». Y al decir esto, Ortega Lara levantó los ojos hacia el público y explicó que nadie como él puede comprender el deseo de poner fin al sufrimiento quitándose la vida, puesto que él mismo, durante su secuestro, tuvo la tentación de acabar así con lo que consideraba –y con razón- un suplicio infinito.
Aquellas palabras estaban llenas de incorrección política y, sin embargo, no eran más que los principios de un hombre cristiano que ha pasado casi dos años de su vida aferrándose a ellos para no dejarse morir.
Eran las convicciones de un hombre de derechas que, según sus propias declaraciones, se había visto obligado a marcharse con gran dolor del partido en el que militaba desde muy joven, porque sentía que ya no le representaba. Para aquellos militantes del PP que hoy se preguntan qué se ha hecho mal para que su partido no sea ya atractivo, Ortega Lara puede suponer parte de la respuesta.
Algo se ha hecho mal cuando en el seno del partido se discute sobre si se puede cambiar en un texto el verbo “condenar” por el más suave de “rechazar”, al referirse a los crímenes cometidos por ETA, solo para dar gusto a los 1.192 concejales que, como dijo María San Gil, defienden el proyecto político de Batasuna, un proyecto por el que estuvo 50 años matando.
Algo debe estar mal, pero que muy mal en España, si un hombre como Ortega Lara no puede sentirse cómodo en el único partido político liberal conservador que existe. Algo anda mal cuando un hombre que expone con firmeza y claridad aquello en lo que cree, que no es otra cosa que los valores propios de una moral cristiana en la que una inmensa mayoría de españoles hemos sido educados, es considerado un radical y, por algunos, incluso un intolerable fascista.

Fue Alexis de Tocqueville (1805-1859) quien en su obra, La democracia en América, utilizó la expresión “tiranía de la mayoría” para designar lo que para él era la debilidad más profunda y peligrosa de la democracia norteamericana.

Alexis de Tocqueville, que ejercía como jurista en París, fue enviado a Estados Unidos en abril de 1831 con la misión de elaborar un estudio sobre el sistema de prisiones. Tocqueville permaneció en América casi un año y a su regreso, una vez entregado el informe, emprendió la tarea de escribir la que sería la obra más importante de su vida, La democracia en América. El libro se publicó en 1835 y fue recibido con tal éxito que el jurista francés decidió completar su visión de la democracia con un segundo tomo que sería publicado cinco años más tarde.

En su obra, Tocqueville muestra una profunda admiración por el modelo democrático que se dieron los primeros norteamericanos pero también alerta de sus peligros. Uno de ellos, y en su opinión el más grave, es la tiranía que una parte mayoritaria de la población puede ejercer sobre la otra si llegara a imponerle su pensamiento, su forma de vivir y sus leyes. Para Tocqueville un gobierno democrático debe ser extremadamente cuidadoso para que la libertad de pensamiento y de expresión de las minorías quede garantizada.

El poder de la mayoría, decía Tocqueville, puede ser tiránico al imponer un pensamiento único contra el que nadie osa pronunciarse o cuando la opinión de la mayoría impide toda discusión. Ese tipo de tiranía se llama hoy corrección política y está descrita con una claridad extraordinaria por Orwell en el prólogo de su libro Rebelión en la granja.

Aún más dañina puede ser la tiranía que ejerce una “autocomplaciente mayoría” cuando llega a imponer leyes que atentan contra la libertad de un individuo o grupo minoritario de individuos. Decía Tocqueville que una ley puede ser liberticida y el gobierno que la impone totalitario cuando se aplastan los derechos individuales de una parte de la población alegando simplemente que esta se haya en minoría.

El partido Podemos ha irrumpido en la política reclamando “una democracia real”, una democracia en la que los ciudadanos participen en las decisiones de gobierno y no se limiten a votar representantes cada cuatro años. Con la excusa de “No nos representan” los dirigentes de este nuevo partido pretenden cambiar lo legal por lo legítimo, es decir, desobedecer las leyes que a ellos no les gustan legitimándolas en asambleas y consultas ciudadanas que, según ellos, representan a la gente decente.

Si en una democracia representativa ajustada al Estado de Derecho, en la que la libertad individual viene amparada por una Constitución y en la que se respeta la separación de poderes, como era la que se habían dado los estadounidenses, Tocqueville veía el peligro de que sus gobiernos pudieran degenerar en gobiernos totalitarios, cuánto más peligro no tendrá esa  “democracia real” que legitima cualquier actuación alegando simplemente que lo desea una supuesta mayoría.

Siempre fue reducido el número de los auténticos amantes de la libertad. Por eso, para triunfar, frecuentemente hubieron de aliarse con gentes que perseguían objetivos bien distintos de los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores”

Con esta cita de Lord Acton (1834-1902) Friedrich von Hayek abría el epílogo de su libro Los fundamentos de la libertad (1960), al que puso como título “Por qué no soy conservador”. Antes de cerrar su tratado sobre la libertad, el economista austriaco quiso dejar claras las diferencias que para él existen entre liberales y conservadores, y por qué él seguía definiendo su filosofía como liberal cuando ya hasta los socialistas americanos se habían atribuido el apelativo de liberales. “Yo continúo calificando de liberal mi postura, que estimo difiere tanto del conservadurismo como del socialismo”. El liberalismo que Hayek quería reivindicar para sí era aquel que en el siglo XIX profesaron pensadores como el inglés Lord Acton o el francés Alexis de Tocqueville, a los que considera “auténticamente liberales”.

Para Hayek la diferencia fundamental entre conservadores y liberales era su actitud hacia el progreso, el conocimiento y la innovación. Mientras lo típico del conservador, decía Hayek, es “el temor a la mutación, el miedo a lo nuevo simplemente por ser nuevo”, el “auténticamente liberal” gusta de buscar soluciones nuevas a problemas enquistados y nunca se opondría a la evolución y al progreso.

El conservador desprecia las teorías abstractas, lo que le deja indefenso ante las confrontaciones ideológicas. “Teme el conservador las nuevas ideas –escribe Hayek- precisamente porque sabe que carece de pensamiento propio que oponerles. Su repugnancia a la teoría abstracta, y la escasez de su imaginación para representarse cuanto en la práctica no ha sido ya experimentado, le dejan por completo inerme en la dura batalla de las ideas. A diferencia del liberal, convencido siempre del poder y la fuerza que, a la larga, tienen las ideas, el conservador se encuentra maniatado por los idearios heredados”.

Podría argumentarse que el miedo al cambio conduce al gobernante conservador a ser prudente en sus decisiones, y que la prudencia en política siempre es buena consejera, pero para el economista austriaco “los conservadores, cuando gobiernan, tienden a paralizar la evolución o, en todo caso a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría”. Y es que su terror a lo desconocido es tal que van siempre a remolque de los acontecimientos y nunca ofrecen una alternativa novedosa. Lo que hace que, en situaciones en las que sólo se pueda mejorar una situación o resolver un problema con un cambio radical de dirección, el gobernante conservador resulte “totalmente inútil”.

El deseo que anima al liberal a introducir drásticas y revolucionarias innovaciones cuando el desarrollo y el progreso se hallan paralizados por el intervencionismo, no debe confundirse con imprudencia temeraria, pues, según Hayek, el liberal no trata de alcanzar inmediatamente su objetivo sino estar seguro de que camina “en la buena dirección”.

El miedo al cambio y las nuevas ideas pueden llevar al conservador a acomodarse al pensamiento dominante. Como a lo largo del siglo XX, escribía Hayek, este pensamiento dominante ha sido fundamentalmente socialista, los conservadores no solo no han supuesto obstáculo alguno al avance del colectivismo, sino que, en algunas circunstancias, han llegado a compartir, aunque siempre de forma moderada, todos los prejuicios y errores de su época.

Desde que Hayek escribió sus Fundamentos sobre la libertad ha transcurrido más de medio siglo. Si en 1960 el economista austríaco consideraba que el pensamiento dominante del siglo XX había sido fundamentalmente socialista, hoy podemos decir que esa tendencia, salvo en un breve periodo de euforia liberal tras la caída del Muro, no solo se ha mantenido, sino que, en algunos campos, como por ejemplo el de la educación, ha terminado por ser el pensamiento único.

Hoy se habla de la “era Thatcher” o de la “era Reagan” o, en España, de la “era Aznar”, como el paradigma de un “neoliberalismo” al que se achacan todos los males de nuestra época, fundamentalmente aquellos que tienen que ver con la actual crisis económica. Da la impresión de que, en vez de reclamar una mayor libertad para que cada cual pueda organizar su propia vida, lo que hoy la calle exige es mayor protección estatal. No parece importar que el Estado invada el terreno de lo personal, mientras asuma más responsabilidades y nos exima de afrontar las nuestras.

En España esto es así, en gran parte, porque el discurso demagógico y populista de la izquierda ha ocupado el espacio del debate ideológico. La preocupación por la crisis económica y la insistencia del gobierno por alejarse de cuestiones “que no importan al ciudadano”, han dejado al Partido Popular sin argumentos frente a una nueva izquierda que cada día se siente más fuerte y que cada vez es más arrogante y más radical.

Hayek explicó con claridad por qué la única filosofía que se opone realmente al socialismo y a cualquier totalitarismo es la filosofía liberal. Es lógico, pues, que la izquierda esté siempre vigilante ante cualquier indicio de repunte de un pensamiento que sitúa la defensa de la libertad individual, de la ley y de la propiedad, por encima de utopías igualitarias y colectivistas, ya sean nacionalistas, socialistas o nacional-socialistas. Como también es lógico que todos los partidos que se consideran de izquierdas ataquen a cualquier político que pretenda interpretar la realidad bajo la luz de ese liberalismo que Hayek reivindicaba.

Lo que ya no es tan lógico es que el único partido liberal-conservador que existe en España se deje arrastrar por ese antiliberalismo ambiental, exhiba tanto temor a ser tachado de “neoliberal” y trate de callar a quienes desde dentro quieren definir como liberal su política. No se da cuenta el PP de que, de esa forma, podría quedarse sin argumentos frente a la nueva izquierda que surgió en las elecciones europeas, que ya gobierna las dos grandes capitales españolas y que amenaza con convertirse en la primera fuerza política de izquierdas en España.

No basta con llamarles populistas. Es necesario explicar a los ciudadanos por qué creemos que ese populismo es un peligro para la democracia, por qué pensamos que es un intento totalitario de tomar el poder y por qué vemos que lo que está en peligro no es ya la presencia en el gobierno del principal partido de la derecha española, sino el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos a pensar libremente, a decir lo que piensan y a organizar su vida en libertad.

Suele calificarse de apocalípticos a quienes hoy muestran gran preocupación por lo que pueda suceder en España. La mayoría prefiere ser optimista y esgrime argumentos tranquilizadores como el de que es imposible que España se rompa, que es imposible que un partido bolivariano gobierne en España, que Grecia es ya una vacuna o que la sensatez de los españoles prevalecerá en el último momento. Dios les oiga, pero, si no es así, todos nos llevaremos las manos a la cabeza diciendo ¿cómo ha podido ocurrir?

Solo se valora la libertad cuando se la pierde, de ahí que no existan mayores y más claros defensores de la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de acción que quienes han sufrido los regímenes totalitarios del siglo XX. Desdichadamente, existen demasiados ejemplos en la historia reciente para saber que lo que parece imposible a veces llega a suceder.

Para Hayek y otros pensadores liberales contemporáneos, la forma de prevenir tragedias como las europeas del siglo pasado, la forma de defender una sociedad abierta, es evitar que el Estado se exceda en su cometido y planifique, manipule y dirija todos, absolutamente todos, los asuntos de los ciudadanos. Hoy el problema no es que sea reducido el número de los amantes de la libertad, lo cual como dijo Lord Acton, siempre ha ocurrido. El gran problema de hoy es que quienes piensan que la salida de la crisis pasa por restringir la intervención del Estado, quienes creen que el Estado no debe asumir responsabilidades que corresponden a los ciudadanos, no tienen donde hacerse oír.