En el año 1958, Hannah Arendt, que vivía entonces en EEUU, pronunció una conferencia en la ciudad alemana de Bremen sobre la crisis que atravesaba la educación norteamericana. Arendt alertaba del peligro de que esa crisis -que, a su entender, resultaba difícil de resolver debido a la cantidad de prejuicios políticos y pedagógicos que existían en el mundo de la educación- se extendiera como un virus y contaminara toda la educación occidental. El texto de aquella conferencia, “La crisis de la educación”, forma parte de una colección de ensayos sobre cuestiones políticas que se publicó por primera vez en 1961 en EEUU con el título Between Past and Future (“Entre el pasado y el futuro”).
Pues bien, sesenta años después de aquella conferencia de Bremen, las palabras de Hannah Arendt se han convertido en una profecía. La crisis de la educación es hoy un tema de debate recurrente, tanto en los medios de comunicación como en el entorno de la política.
A finales de los años noventa del siglo pasado los países de la OCDE decidieron realizar una evaluación internacional que permitiera conocer el resultado de la educación obligatoria de sus distintos países miembros. Así fue como nació PISA, una evaluación con gran prestigio internacional que ha puesto de manifiesto lo que ya se había empezado a denunciar antes en algunos países europeos, que la llamada “democratización escolar” realizada en los años setenta y ochenta del siglo pasado está dejando demasiados alumnos sin los conocimientos y destrezas más elementales en lectura, escritura y aritmética y sin las competencias necesarias para incorporarse al mundo laboral.
Los gobiernos que en estos años han querido introducir reformas para mejorar la calidad de la enseñanza suelen coincidir a la hora de señalar las deficiencias del sistema: los escolares no aprenden bien a leer y a escribir, la enseñanza media, tal y como está concebida, es una mera prolongación de la primaria, la preparación de los alumnos para cursar estudios superiores es insuficiente, la formación profesional no es la adecuada para la inserción laboral o el ambiente escolar no es el idóneo para facilitar el aprendizaje. El problema grave es que, cuando un gobierno pretende cambiar lo que está funcionando mal, tropieza, una y otra vez, con esos dogmas igualitarios y pedagógicos sobre los que Hannah Arendt escribió hace más de medio siglo.
Una crisis puede servir para avanzar, para mejorar, para quitar lo que no funciona y reformar lo que se hace mal, pero cuando existen unos prejuicios que impiden llevar a cabo las reformas necesarias, como bien señalaba Arendt, entonces la crisis se convierte en un “desastre”. Parafraseando a la filósofa alemana, me atrevo a decir que si no se pone de una vez remedio a esta crisis internacional, la educación occidental se convertirá en un desastre.
Francia, un país que ha estado siempre orgulloso de su sistema de enseñanza, es un claro ejemplo de la gravedad de la situación. En los últimos quince o veinte años han proliferado las críticas de profesores, periodistas e intelectuales que denuncian las deficiencias del sistema educativo francés y añoran la excelencia de su antigua “escuela republicana”. Se han escrito libros y constituido asociaciones de profesores que reclaman una formación intelectual más exigente y piden el abandono de los dogmas pedagógicos heredados de Mayo del 68. Dogmas que no son otros que aquellos que denunciaba Hannah Arendt ya en 1958.
Nicolas Sarkozy, cuando fue Presidente de la República Francesa, hizo grandes discursos sobre la necesidad de una reforma de la educación que permitiera recuperar la disciplina y el respeto en las aulas, mejorar el aprendizaje de los escolares e implantar una más sólida formación de los profesores. Pero, al parecer, fue mayor la energía desplegada en su oratoria que la utilizada por sus ministros de Educación para luchar contra la inercia, cuando no la mala voluntad, de ese establishment educativo tan poco favorable a las reformas, sobre todo cuando vienen de gobiernos de derechas.
Ahora, Emmanuel Macron, un presidente que viene de la izquierda pero que dice estar dispuesto a llevar a cabo las reformas que Francia necesita sin pararse a mirar si son de derechas o de izquierdas, vuelve a intentarlo. Ni el “pedagogismo” ni el “igualitarismo” deben impedir que se pongan en marcha las reformas necesarias para que los niños aprendan a leer bien, a escribir correctamente y a dominar las más elementales reglas de la aritmética, avanzó el Presidente de la República en sus declaraciones con motivo del inicio del curso escolar.
Para llevar a cabo su compromiso, Macron ha elegido como ministro de Educación Nacional a Jean-Michel Blanquer, un jurista que viene del Partido Republicano, que dice estar dispuesto a terminar de una vez por todas con la herencia de los soixante-huitards y que no está dispuesto a dejarse intimidar por quienes le tildan de conservador. “¡Si ser conservador –contestó hace unos meses a un periodista- es querer subir el nivel, si ser conservador es promover la cultura general, si ser conservador es proponer evaluaciones constructivas a los alumnos y a los docentes, entonces creo que el 95% de los franceses son conservadores!”.
Blanquer parece haber aprendido la lección del fracaso de los ministros anteriores que intentaron introducir sus reformas cambiando la legislación. De ahí sus declaraciones de que “no habrá una ley Blanquer”, y que la reforma se irá haciendo con pequeños pasos pero manteniendo siempre una buena dirección, aquella que conduce a una enseñanza de calidad.
El sistema francés es parecido al nuestro con algunas diferencias importantes. La enseñanza primaria tiene un curso menos que en España. A los 11 años, los niños comienzan la educación secundaria obligatoria, un ciclo de cuatro cursos que recibe el nombre de “collège” y que termina con un examen final llamado “brevet” que deben realizar todos los alumnos.
El bachillerato francés comprende tres cursos, uno más que nuestro bachillerato español, y tres modalidades: general, tecnológico y profesional. En cada uno de estas modalidades se ofrecen varias opciones. Para obtener el título de bachillerato es necesario aprobar el examen de Bac (baccalauréat). Todos los alumnos que aprueban el Bac tienen derecho a matricularse en cualquiera de las Universidades, a excepción de Medicina y de las Grandes Écoles que tienen sus propios sistemas de selección.
Con el lema “El niño debe aprender bien a leer, escribir, hacer cuentas y respetar al otro”, presentó Emmanuel Macron el pasado septiembre el proyecto de reforma escolar. Y para asegurarse de que se vaya a cumplir tan sensato objetivo, el ministro de Educación Nacional ha decidido desdoblar las clases del primer curso de Primaria en las escuelas de zonas de especial dificultad, implantar dos nuevas evaluaciones nacionales, una al comenzar la primaria, a los 6 años, y otra, a los 11 años, al comienzo de la secundaria.
Por otra parte, Blanquer, haciéndose eco de los maestros críticos con la pedagogía progresista, ha decidido poner fin al llamado “método global” de aprender a leer para que los maestros vuelvan al sistema silábico tradicional.
En cuando a la reforma de la etapa de enseñanza secundaria obligatoria, que, en Francia, como en España, tiene el mismo plan de estudios para todos los alumnos, el ministro es consciente de que es terreno minado. Un ministro de Sarkozy permitió que en el collège hubiera algunas secciones bilingües y algunos grupos en los que se estudiara latín y griego. Una ministra socialista del gobierno de Valls suprimió estas opciones porque, según ella, atentaban contra la equidad del sistema. Pues bien, Blanquer se ha limitado a volver a permitir los grupos bilingües, y el latín y el griego.
Son medidas aparentemente inocuas que ya han hecho sonar todas las alarmas. Se habla de la “contra-revolución” educativa del gobierno de Macron, cuando cualquier persona ajena al mundo de la educación diría que son pequeños cambios de un ministro sensato.
Mucho más complicado va a tener Macron su proyecto de reforma del acceso a la Universidad. Actualmente demasiados alumnos (cerca del 60%) acceden a la Universidad y luego se quedan por el camino sin terminar sus estudios. Como hay muchas carreras en las que la demanda de plazas es superior a la oferta, la asignación de Facultad se hace mediante un complicado algoritmo en el que cuentan más las cuestiones socio-culturales que los resultados académicos del aspirante. Para colmo, dicho algoritmo tiene previsto que, en caso de empate, se atribuya la carrera universitaria por sorteo.
Macron ha encargado a su Ministra de Enseñanza Superior, Frédérique Vidal, que presente una propuesta para que ya en el próximo octubre deje de funcionar el actual sistema. Vidal ha abierto un debate entre los rectores, ha creado un grupo de trabajo específico pero el asunto no acaba de estar zanjado. Y es que, se podrá orientar mejor a los alumnos de bachillerato para que elijan bien lo que van a estudiar, pero cuando hay más de un alumno por plaza, de alguna forma hay que hacer la selección. Y, en Francia, todos lo que tienen o han tenido algo que ver con la educación saben que, como dijo hace medio siglo Raymond Aron en su libro sobre Mayo del 68, “La révolution introuvable”, en el terreno educativo la palabra “selección” está maldita.
(Artículo publicado en la revista Actualidad económica el 24-1-2018)